CONJUNTO ESCULTÓRICO

ÁNGELA

Quiero enseñar a los hombres el sentido de su ser: que es el superhombre, el rayo que surge de la oscura nube que es el hombre.

 Nietzsche

 

Una vez escribí que la plenitud es el momento en el que dar y recibir son una misma cosa. Entonces escribía sobre una escultura que se llama precisamente así: Plenitud.

¿Pero cuál es la idea de lo angélico si no es la de la plenitud misma? Esta escultura, Ángela, surgió a partir de aquella otra, completándola, dotándola de unas alas que allí tan solo podíamos imaginar.

Algunas personas ven -me lo han dicho- que su actitud es claramente la de dar. Otras, sin embargo, consideran que, inequívocamente, recibe o  espera recibir. Para mí, Ángela ofrece y recibe al mismo tiempo. No es que haga las dos cosas indistintamente, sino que, en ella, ambas acciones son una y la misma.

¿Representa lo angélico algo más allá de lo humano? Sí, tanto como pueda serlo la idea de lo sobrehumano: ese relámpago que surge de la nube oscura, y le da sentido. Pero el relámpago, esa luz cegadora que nos ilumina, no puede ser sino un instante: el instante mismo que nos transporta más allá del cielo gris que representa el tiempo, que nos hace humanos, y nos consume.

Ángela no es tan solo una mujer alada como suele representarse en la iconografía de cualquier tiempo y cultura; desde la imagen clásica de Némesis, la démone alada unida a los ritos dionisíacos de iniciación, o la imagen judaica del ángel vengador o protector, en esta escultura, cuerpo y alas se funden en una sola unidad. Sus verdaderas alas son, en realidad, sus manos extendidas  hacia nosotros.

Esta escultura -en su tamaño original de apenas 30 cm- nació para ser utilizada como símbolo y premio del festival de cine francés Cinefrancia, que se celebró anualmente en Zaragoza entre 2001 y 2006  Los mejores directores y guionistas del país vecino (Tavernier, Varda, Carriêre, Deville, Guedeguian, etc.) y algunos actores emblemáticos, la recibieron  como premio. Recuerdo con especial cariño cuando Patrice Leconte[1] al recibirlo dijo: “he recibido muchos premios en diferentes festivales a lo largo de mi carrera, pero nunca había sido premiado con una escultura tan bonita como esta”. Lamentablemente, algunos intereses mezquinos hicieron todo lo posible para acabar con el festival hasta que finalmente terminaron por suspenderlo.

[1] Precisamente, una de las películas más famosas de Patrice Leconte, La fille sur le pont, trata sobre el tema de la voluntad de suerte. Es una película que ningún lector de este libro debería perderse.

CAMINANTE. VOLUNTAD DE PODER

Para Nietzsche, la vida es un incesante querer vivir, querer crecer, querer más, ir más allá, hacia ningún fin, hacia todas las direcciones, es la voluntad de expandirse multidireccionalmente, la voluntad de aumentar sin fin todas las capacidades. Lo llamó voluntad de poder.

¿Por qué una mujer como voluntad de poder?, se asombraba incrédulo un amigo filósofo. Siempre hemos llamado hombre al ser humano; ahora bien podemos llamarle mujer. La Caminante, el caminante, va más allá, siempre hasta el límite de lo imposible. Más allá de todas las fronteras, de todos los caminos trazados, camina por el horizonte, por el límite mismo del ahora y el después. No crea camino, crea el inmenso paisaje por el que surgirán todos los caminos imaginables, cruzará todas las puertas tras las que el pasado y el futuro se fundirán en un eterno retornar.

Giacometti vio hombres caminando y mujeres inmóviles. Esta escultura es la imagen nueva del eterno ir más allá, del ser humano que camina libre de símbolos esencialistas. Su caminar es la afirmación, el apasionado sí sin condiciones que puede ser este instante arrebatador que llamamos vida.

CREACIÓN

Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego. Este me parecía meter por el corazón algunas veces y que me llegaba a las entrañas. Al sacarle, me parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios. Era tan grande el dolor, que me hacía dar aquellos quejidos, y tan excesiva la suavidad que me pone este grandísimo dolor, que no hay desear que se quite, ni se contenta el alma con menos que Dios. No es dolor corporal sino espiritual, aunque no deja de participar el cuerpo algo, y aun harto.

Santa Teresa

 

Como Teresa, se piensa y siente penetrada en lo más hondo de sus entrañas por un rayo ardiente enviado desde el cielo. Es la imagen misma de la creación artística, el momento mágico de la divina fecundación.

Su cuerpo se abre, se arquea,  se eleva en un gesto de placer –o tal vez de dolor- inefable. Sus brazos se tensan, sus piernas se estremecen, su rostro se ofrece exhausto al  sacrificio. Es el instante eterno del éxtasis, el grito inaudible de la emoción desgarrada.

Si la comunicación más profunda entre dos seres tan solo es posible a través de sus respectivas heridas, si el ser humano es ante todo un ser herido por la finitud, Creación abre su cuerpo en un gesto último en el que su finitud se ofrece para ser inmolada por el rayo que la hará arder.

  Es fácil imaginar sus ropas rasgadas por el desorden de su movimiento convulso, un movimiento interior que va más allá del mero agitarse de sus músculos tensos. Más allá de la desnudez que se nos muestra, la escultura nos  desvela el interior de un cuerpo colmado por el gozo de la ausencia.

EL JUEGO

El juego es la risa más seria que cabe imaginar. Sólo el niño puede realmente jugar; ni el camello ni el león pueden hacerlo, dice Nietzsche.

El juego no persigue la suerte, no intenta poseerla: tan solo juega con ella. Es la tentación; se muestra y se oculta, nos reclama y nos rechaza. Es también un paisaje: el de nuestra propia vida, que está permanentemente en juego, pues la vida no es sino juego; en un instante podemos perderlo todo.

Jugar es vivir el presente, tener voluntad de suerte, aprovechar el momento, coger al vuelo la ocasión, lanzarse al abismo; volar. Jugar es afirmar la vida, decir sí al riesgo que supone estar vivos.

Su cuerpo muestra la voluptuosidad ardiente del más doloroso placer. Su rostro es simplemente un espejo. Su presencia tal vez nos haga retroceder, pero si el valor no nos abandona completamente caeremos rendidos como ante un altar levantado a la divina ausencia de todos los dioses.

EL VUELO

Es en la experiencia extática de la ascensión donde debe buscarse la situación existencial original.

Mircea Eliade

 

Hace poco, en una exposición, tuve ocasión de ver una grabación de los años veinte sobre la danza el vuelo que realizaba Isadora Duncan.  En blanco y negro, y con el característico temblor de las imágenes filmadas en el primer cine, la grabación me cautivó absolutamente.  Isadora, con sus pies descalzos, inmóviles sobre la tierra, concentraba todo el movimiento en sus brazos y sus manos hipnóticas. Su cuerpo erguido y su cabeza proyectada hacia el cielo se elevaban por encima del mundo en una incesante ascensión extática.

Contemplar aquella maravilla, aquel milagro, produjo en mí un efecto difícil de describir. Durante un tiempo indeterminado –amplio a juzgar por la impaciencia de las gentes de museo- no pude apartar mis ojos de aquellos brazos que se ondulaban hasta lo imposible en una breve grabación que terminaba y volvía a comenzar una y otra vez. Sin lugar a dudas, volaba. Y acaso, como sugiere Morey, “para poder volar hay que tener bien asentados los pies en el suelo”.

Brancussi, que tuvo la fortuna de conocer a aquella singular diosa de la danza, persiguió toda su vida desde sus primeras obras de madurez hasta sus insistentes “columnas sin fin” la intangible realidad del vuelo –tema paradójico como pocos para la escultura-. Sería aventurado pensar que toda su vida estuvo obsesionado por esta danza, este vuelo, pero lo cierto es que para mí, desde hoy, su obra ha adquirido otro significado.

De la fascinación que me produjeron sus brazos –su cuerpo entero-, surgió sin remedio esta escultura que no pude dejar de hacer en cuanto volví a mi taller.

HOMBRE CON GATO

Al principio iba a llamarse El último hombre, haciendo referencia al libro de Maurice Blanchot. Después, pensé titularla El primer hombre, en homenaje a Albert Camus. Finalmente, consideré más apropiado, como título, un hombre sin más, eso sí, acompañado de su gata.

 

Fragmentos de un diario inacabado

Yo fui su compañera durante algunos años. Años difíciles, sobre todo para él. Finalmente todo acabó mal, con mi muerte y casi la suya. Nos quisimos mucho, a nuestra manera, no tan diferente de como cabría esperar.

Él dormía mal, casi siempre. Yo le observaba en la oscuridad de la habitación. Cuando la inquietud se apoderaba de su alma buscaba mis ojos con los suyos, y, sin decir nada, lograba tranquilizarle. ¿Pero quién hubiera podido dormir en aquella casa? Casi ninguno de los que lo intentaron quiso repetir la experiencia: demasiados ruidos extraños, demasiada oscuridad, demasiado frío.

La casa llevaba abandonada más de diez años. Su aspecto era ruinoso y desolado. Ningún grifo se podía cerrar, ninguna luz funcionaba, ninguna puerta tenía llave ni cerrojo. Había velas consumidas por todas partes;  caos y desorden inimaginables. Y sobre todo, lo recuerdo bien, el frío insoportable del invierno. Sus amigos iban y venía sin parar, pero nadie se quedaba. Ninguno de ellos podía comprender cómo podía él vivir allí, conmigo.

Al no haber puertas, cualquiera podía entrar de la calle en cualquier momento, bastaba con subir quince o veinte escalones. En general eran amigos o conocidos, pero alguna vez también algún desconocido. Por eso tenía siempre aquel hacha en la mesilla que tanto inquietaba a quienes compartieron nuestras noches en aquellos años. Todos  pensábamos que no hubiera sabido usarla llegado el caso, aunque nadie lo hubiera asegurado al cien por cien.

Una noche, unos ruidos le alteraron más de lo habitual, buscó mis ojos, como siempre, pero esa vez no pude tranquilizarle, también yo estaba asustada. No dudó, cogió el hacha y, desnudo, bajó la escalera hasta la calle; había un hombre en la oscuridad del patio –en las calles sin asfaltar no hay farolas que sin pensarlo, tal vez al ver el brillo metálico, echó a correr. Él se quedó ahí, inmóvil con su hacha y su cuerpo tan blanco y delgado. Lo recuerdo como si lo viese ahora. Se dio la vuelta, me buscó con la mirada y me vio en lo alto de la escalera, esperándole, como tantas otras veces. No dijimos nada,  volvimos a la cama. Creo que durante años no comentamos con nadie lo ocurrido aquella noche; tampoco entre nosotros. Él no tembló al levantar su hacha contra el desconocido. Eso es lo que más me impresiona al recordar; y sé que también a él. Su corazón es frágil como el de un niño, pero su cabeza es fuerte como pocas he conocido.

Mi muerte le afectó mucho: me quería y siempre se sintió culpable. También él estuvo a punto de morir; su corazón no podía resistir más aquella situación. Muchas veces había pensado escribir nuestra historia, pero ¿cómo hacerlo? Tal vez ahora, cuando apenas soy más que un recuerdo, sea todo más fácil.

Recuerdo perfectamente aquella escultura de barro que tanto le costó hacer, era la primera, creo, de tamaño natural. Él debía de tener poco más de veinte años. Yolanda fue su modelo. Una noche, cuando había modelado ya más de la mitad del volumen, era yo quien no podía dormir y la curiosidad me llevó a acercarme demasiado. Yo creo que no la tiré, pero el caso es que se cayó y se destruyó completamente. Él siempre pensó que yo la había empujado, sin querer, pero nunca me dijo nada, ningún reproche; simplemente volvió a empezar.

Se había empeñado en aquellos años en no trabajar en nada que no estuviera relacionado con la escultura, o al menos con el arte. Normalmente no teníamos ni un céntimo, pero eso no parecía preocuparle lo más mínimo; al menos teníamos una casa, algo parecido a un hogar. Diría que era un techo bajo el que guarecernos, pero eso sería mucho decir: un día, un estruendo terrible nos sobresaltó y tras unos segundos de aturdimiento corrimos a ver qué había ocurrido. La mitad del tejado se había desplomado en el comedor. Por el enorme agujero se podían ver las estrellas; eso era romántico, pero en la habitación los escombros cubrían la mayor parte de los muebles. La suerte quiso que no estuviéramos allí en ese momento.

Algunos días no teníamos nada que comer; otros, alguien nos traía algo, a él o a mí, y lo compartíamos. Fue entonces cuando se le ocurrió poner en práctica un plan que había leído en un libro: se organizó una especie de programa para ir a comer a casa de algunos de sus amigos, por turno. El plan funcionó al principio, pero hasta para eso era demasiado desorganizado. En invierno se iba a cortar ramas a la orilla del río para calentarnos junto a la estufa. Las traía arrastrando hasta casa. Yo no podía ayudarle. Alguna vez tuvimos que quemar alguna silla o alguna otra cosa que no considerábamos necesaria. Muy pocas cosas, en realidad, nos parecían entonces imprescindibles.

Casi nadie sabe que soy yo la que aparece sentada junto a él en ese retrato conjunto, con ese gesto tan nuestro. Me trae tantos recuerdos…

INSTANTE

… ¿o habrás vivido el prodigioso instante en que podrías contestarle: “¡Eres un dios! ¡Jamás oí lenguaje más divino!” Si este pensamiento arraigase en ti, tal como eres, tal vez te transformaría, pero acaso te aniquilara: la pregunta “¿quieres que esto se repita una e innumerables veces?” ¡Pesaría con formidable peso sobre tus actos, en todo y por todo! ¡Cuánto necesitarías amar entonces la vida y amarte a ti mismo para no desear otra cosa que esta suprema y eterna confirmación!

Nietzsche.

 

¿Qué es un instante si no lo es todo, si todo no es lo único, si lo único no es cada día?

¿Habremos vivido un instante –nos pregunta Nietzsche a cada uno de nosotros “en la más solitaria de las soledades”- durante el cual hubiéramos sido capaces de decir un sí rotundo a la vida, sin condiciones, un momento eterno durante el que hubiéramos firmado este pacto terrible: que todo se repita una y otra vez hasta el infinito, todo, tal como ha sido, con tal de que vuelva ese instante prodigioso una y otra vez, una y mil veces?

No hay tiempo para balances ni contabilidad, no hay lugar para las dudas. Ese tiempo preciso, apenas un instante, apenas una vida, es todo lo que tenemos, somos; recordaremos.

Ella conoce la fuerza de su belleza. Su contemplación es una caricia para nuestros sentidos. Modelar la belleza es una forma de aproximarse a ella. Sentirla sin poseerla; amarla sin esperar nada, sin desear nada.

JOVEN DIONISOS

En el mundo mítico y simbólico de la antigua Grecia, este dios –o semidios, pues se le supone la paternidad de Zeus con una madre mortal- ocupa un lugar tan privilegiado como misterioso y complejo. Se le han atribuido diversos orígenes inciertos: llegado de un mundo lejano, desconocido y exótico, o superviviente de una civilización arcaica muy anterior al orden olímpico impuesto por Zeus.

Es el contrapunto de Apolo y al mismo tiempo su complementario. Si Apolo es el héroe solar, valeroso y previsible, el equilibrio medido, lo razonablemente comprensible, Dionisos es la noche, la luna, el ensueño, la poesía, el amor, la pasión, la música… y también la embriaguez, el delirio, el misterio de la experiencia interior: lo inexplicable, lo imposible.

Como todas las deidades, gozaba de sus propias fiestas consagradas y celebradas en su honor. Quienes se encargan de dirigir los ritos dionisíacos, disfrazados, entonaban sus cantos –ditirambos- y escenificaban danzas y gestos ensayados. No se pretendía comunicar al público un mensaje concreto o una argumentación racional, sino que se buscaba su participación y compromiso: su complicidad. El público se veía así envuelto en un “espectáculo sagrado” del que formaba parte fundamental y en el que iba a sumergirse embriagado por la belleza de la música, la danza y los versos que mostraban sobre el improvisado escenario las grandes pasiones y sentimientos humanos más íntimos. Este fue el origen del gran teatro griego y posteriormente no sólo de nuestro teatro sino también de la danza, la música, la ópera y la poesía.

Tuve la oportunidad, hace no mucho tiempo, de contemplar a un joven cuya belleza no tenía comparación posible con ninguna otra que hubiera podido conocer hasta entonces. Su presencia magnética, su cuerpo esbelto, fuerte y delicado, su caminar suave y decidido, eran en él una danza sagrada. Su deslumbrante y embriagadora desnudez fascinó a todos cuantos allí estábamos, cómplices de su misterio, y me llenó de preguntas sin respuesta: ¿qué puede ser la feminidad fuera de un cuerpo de mujer, en un afuera absoluto y pleno de sentido?

Joven Dionisos quiere encarnar esa “feminidad” lunar y poética en un cuerpo inequívocamente viril. Despojado de cualquier ropaje o adorno, más allá de ambigüedades anatómicas o sexuales, representa un hombre joven cuya contemplación pueda liberarnos de categorías aprendidas, de reduccionismos dualistas, y que, como aquel joven, nos suma en el silencio gozoso de la pregunta que no busca respuesta.

LA CHICA DEL NORTE
(Girl from the north country)

Si vas a la feria del norte del país
donde el viento sopla fuerte, cerca de la frontera
dale recuerdos a una chica que vive allí
ella fue un verdadero amor para mí.

Bob Dylan

 

 

Conocí su música –antes aún sus letras- cuando apenas tenía catorce o quince años. Muchas veces he pensado en dedicarle una escultura como homenaje personal a este gran poeta que tanto me ha dado desde entonces. Así nació esta obra, como un tributo a Bob Dylan.  Por algún motivo que no sabría explicar, esta canción, grabada en 1963, es la que más me gusta de todas cuantas ha compuesto.

Cuenta la leyenda que cuando el joven Robert vivía aún en una lejana y fría ciudad del norte, tenía una novia. Ella le había invitado a celebrar la cena de acción de gracias con su familia. En el último momento el padre de la joven se niega y la invitación se cancela. Solo y decepcionado, esa misma noche, Bob coge su guitarra y emprende el camino, bajo la nieve, rumbo a Nueva York.

¿Qué hay de cierto en esta romántica historia? Qué más da. Pocos años después aparece esta maravillosa canción.

Ahora, cuando contemplo la escultura, pienso que en realidad se trata más bien de un homenaje a la muchacha de la que nos habla en la canción. Tal vez todos hayamos tenido -o al menos soñado- un amor como este: el amor de una joven que no pudo, o no supo, o no quiso, compartir con nosotros un camino, acaso absurdo e insensato, y que aún hoy no sabemos si llevará a alguna parte. Un camino sin retorno a través de la nieve, que nos consuela llamar arte. Y esa joven, en realidad, no es sino una parte de nosotros mismos: la parte que tuvimos que dejar atrás como precio a nuestra osadía.

Ella mira nuestros pasos perdidos a lo lejos. Nosotros la miramos sin volver la cabeza, tan solo basta con cerrar los ojos un momento.

 

Él piensa en ella a menudo.
Ella sabe que no volverá.
Él se marchó, solo, una noche de invierno;
Ella no pudo seguirle.
Él hubo de marcharse solo, aquella larga noche de invierno;
Ella no quiso.
Él pudo marcharse, solo aquella noche. Ella no supo.

LA SUERTE

Y si sucede que a mi lado alguien la ve, ¡que la juegue!
No es mi suerte, es la suya.
Tampoco podrá, lo mismo que yo, capturarla.
No sabrá nada de ella, la jugará.
Pero, ¿quién podría verla sin jugarla?
Tú que me lees, seas quien seas: juega tu suerte.
Como yo lo hago, sin prisas, lo mismo que en el instante en que escribo,
te juego.
Esta suerte no es ni tuya ni mía. Es la suerte de todos los hombres y su luz.
¿Tuvo alguna vez el resplandor que ahora le da la noche?

Georges Bataille

 

El báculo fue siempre símbolo de vejez y por lo tanto de experiencia, de sabiduría; símbolo de divinidad, de poder y también de destierro.

Como una diosa desterrada, vagabunda, orienta su dura mirada hacia el infinito en un momento en el que sus pasos se han detenido. Buena o mala, más allá del bien y del mal, más allá de los dioses; de la esperanza.

Negada siempre por la ciencia, la religión y las artes adivinatorias, temida siempre y deseada por encima de todo. Siempre presente, acompaña nuestros pasos hasta el último traspié. Se ríe de quienes la adoran o la buscan: la buena suerte de uno es la mala suerte del otro. Más real que la propia realidad. Más cerca de nosotros que nosotros mismos.

Vagabunda siempre sin rumbo fijo, peregrina hacia ninguna parte, presente y ausente, quieta y en movimiento. No camina; pues no avanza ni retrocede. Sin embargo, no se detiene en ningún lugar.

La suerte es lo único que tenemos y nunca la tendremos. Nadie puede evitarla, poseerla, seguirla o destruirla y, sin embargo, cada uno tenemos nuestra suerte. Es una y múltiple, eterna y efímera, luminosa y oscura. Siempre está ahí; ¿dónde? Ahí mismo, ¿no puedes verla? Ella no predica, no guía, no precisa creyentes, no escucha, no se deja sobornar ni seducir por plegarias. Todo depende, sin embargo, de ella. La suerte es la vida; también la muerte.

LE TEMPS DES CERISES

J’aimerai toujours le temps des cerises
C’est de ce temps-là que je garde au cœur
Une plaie ouverte!
Et Dame Fortune, en m’étant offerte
Ne pourra jamais calmer (fermer) ma douleur…
J’aimerai toujours le temps des cerises
Et le souvenir que je garde au cœur!

 

I

El joven Jean-Baptiste Clément, llegado a París a mediados del XIX, supo compaginar su agitada vida como articulista político con ser un célebre y bohemio chansonnier en Montmartre. Entre la prisión y el exilio escribió algunas de sus más legendarias canciones, como Le Temps des cerises en 1866. Su apasionada participación en la Commune de París convirtió desde entonces esta canción en símbolo de aquella revolución –y acaso de otras muchas-. Pero él no sólo dedicó estos versos a la Comuna, también a una joven revolucionaria que murió, ensangrentando las calles, junto a tantos otros, durante la brutal represión con que fueron arrancados aquellos sueños.

El tiempo de las cerezas, en primavera, es tan dulce –dicen- como breve; tanto como lo fue la revolución y la vida de aquella muchacha que Jean-Baptiste amó. Esta escultura es le temps des cerises que cada uno llevamos dentro, casi a rastras.  Derrotados por aquel tiempo perdido –o perdidos por aquel tiempo derrotado-, sin embargo, la nostalgia puede hacer revivir momentos dulces y breves, apenas unas imágenes, unos olores, unas palabras…

 

II

Me vienen a la memoria recuerdos de naufragio precedidos de momentos breves y embriagadores. Recuerdo un mundo -cuya única realidad hoy es una cierta memoria compartida- en el que la palabra revolución formaba parte del lenguaje común, un tiempo en el que un peculiar imaginario multicolor era compartido hasta la comunión: Kropotkin sonaba como Dylan y Patti Smith, el cabello largo olía a cubierta de barco y a mar, los versos de los poetas amigos se fumaban en la oscuridad plena de sueños y caricias. Recuerdo también aquella joven amiga, amada, que murió, como tantos otros en aquel tiempo, por un exceso de ilusiones.

Le temps des cerices es un homenaje, un canto triste a todas las jóvenes que murieron tan temprana y apasionadamente, y a la parte de nosotros que se fue con ellas para siempre.

Como camino del destierro, arrastra su báculo sin fe, como el destino, tras de sí. Con la mirada baja recuerda lo que pudo haber sido: entre la nostalgia y el dolor. Sin embargo, no es el tiempo de parar, ni de volver la mirada; la suerte, como siempre, guiará sus pasos hacia lo desconocido.

MUCHACHA BAÑÁNDOSE
(Homenaje a Rembrandt)

La relación íntima entre la mujer y el agua es uno de los temas universales de la iconografía mitológica de todas las épocas: semidiosas que nacen del mar, sirenas que viven en él, damas fantásticas que habitan el interior de profundos lagos, jóvenes fecundadas por la lluvia, o mujeres que mueren ahogadas fatalmente arrastradas por su destino.

En esta imagen que Rembrandt representó en varias ocasiones, tanto en grabado como en pintura,  una joven se adentra lenta y complacida en aguas cristalinas para tomar un baño.  El vestido la aparta de la naturaleza y subraya su humanidad: su desnudez. Susana levanta su ropa, descubre su cuerpo entregándolo a la caricia del agua y, sin saberlo, a la mirada furtiva de unas sombras que se ocultan en la oscuridad del bosque.

El agua la acoge dulcemente y purifica su piel y su alma, adoptando la forma de un espejo que le devuelve el reflejo de su rostro y su cuerpo semidesnudo. La joven se abandona al placer del tacto fresco y suave del agua sumiéndose en un mundo mágico de sensaciones, sueños y recuerdos. Algo se desvela ante nuestros ojos.

En La experiencia interior Bataille compara el  acto mismo de pensar con el gesto de una joven quitándose el vestido. Así Muchacha bañándose, es la imagen del pensar que se desprende de todo refugio de seguridad para adentrarse en las aguas inciertas de la vida, ajena por completo a las miradas infames de quienes se refugian de las estrellas.

MUJER CON MANTO AZUL

Là-bas, tout est ordre et beauté,
luxe, calme et volupté. 

 Charles Baudelaire

 

El azul del cielo; la inmensidad de una mirada azul.

La calma, la voluptuosidad de la luz, el silencio. Su cuerpo respira el aroma de la mañana que anuncia la plenitud de la vida. Su desnudez,  apenas un susurro que arrulla nuestros ojos y los cierra despacio para ver con más claridad lo que su manto, azul, nos ha desvelado.

El azul del cielo, como una inmensa túnica, reposa sobre ella,  cubriéndola por completo.

SILENCIO

Es el principio: 1992. De ella surgieron las demás. Su modelado es fuerte, las líneas puras aunque no limpias. Verticalidad. Hieratismo. Un diálogo con Brancussi. Tan solo cuenta la silueta. El silencio es la nada: el principio y el final. La figura está sola, no hay comunicación, no hay escena ni representación, pero busca la complicidad, busca otras presencias silenciosas. Era,  es, el misterio despojado de dioses.

Formal y conceptualmente busca el mínimo posible, hacia lo imposible. Busca la comunión del silencio, la soledad compartida. Es el silbido del viento, la ingravidez, la lejanía, el tiempo -y la ausencia del tiempo-. Como la lluvia persistente y vertical que se desliza tras estos cristales durante horas y días. Como el sol de la mañana que se refleja en mil destellos sobre las olas tranquilas de este mar añorado. Lejos, el recuerdo de una mujer permanece inmóvil: ¿En qué piensa? ¿Qué mira? ¿Qué sueña? Sin palabras, sin sonido alguno. Simplemente está, en silencio: ella es el silencio.

Mis esculturas –todas- huyen de la representación. Quisiera modelar –o modular- el silencio mismo, una figura que nos envuelva de silencio y haga brotar en nosotros un manantial de música callada.

Desde Nietzsche, para nosotros, el pensamiento es música. Y la música, la poesía o la filosofía, son modulaciones del silencio; surgen de él y retornan a él. Tal vez sea cierto que nuestro mundo contemporáneo rechace el silencio y lo maldiga. También el arte parece, en ocasiones, haberse vuelto chillón y estridente, lanzando consignas al viento como ladridos, o adornando el espacio con fuegos de artificio.

Esta escultura quisiera hacer resonar el silencio, como el tañido de una campana en el horizonte, como el eco de aquellas palabras que no supe pronunciar.

TORSO ESENCIAL

Miguel Ángel, -cuentan-: un mármol blanco de Carrara maravillosamente trabajado rueda con estrepito montaña abajo, arrojado a su suerte por la voluntad del artista. En su devenir imprevisible irá perdiendo todo lo circunstancial. Al final, con la quietud inmemorial, el polvo y el silencio, aparece lo esencial: lo imprescindible.

De la misma manera, desde el modelado hasta el moldear y desmoldar una y otra vez para obtener el bronce, si evitáramos todas las rectificaciones del proceso, el resultado accidental sería tal vez igualmente esencial.

Es el torso, libre de extremidades, tronco-cuerpo magullado, desgarrado, aparentemente esencial, secretamente existencial.

Es el torso libre, alzado hasta su altura razonablemente humana, irreflexivamente memorable.

VENUS SIN ESPEJO

Es el paisaje humano, el horizonte sinuoso de nuestra memoria. Paisaje urbano de tejados caóticamente ordenados. Paisaje de campos verdes y ocres de un tiempo más allá del recuerdo y la palabra. Paisaje que hace temblar imperceptiblemente la mirada serena del que camina hacia ninguna parte con rumbo fijo e infatigable. Paisaje suave de atardeceres sin nubes. Contraluz del crepúsculo imaginado.

Para Velázquez ella se mira y observa nuestra mirada; complacida.

Ajena a nuestros recuerdos, tan solo es consciente de nuestro ensueño, de nuestros ojos entornados que ahora ignoran su espejo y se proyectan más allá del paisaje que dibuja el generoso perfil de su cadera eterna. En este horizonte, el allá lejano y el aquí adentro se funden en un instante de trémula inmanencia.

Es el torso libre, alzado hasta su altura razonablemente humana, irreflexivamente memorable.

VOLONTÉ DE CHANCE

La nudité me donne le besoin douloureux d’étreindre.

Georges Bataille

 

Es la imagen misma del desgarramiento. Cuando la muerte de Dios ha arrastrado consigo la muerte de toda certidumbre, de toda esperanza ¿qué nos cabe imaginar para conjurar el terror profundo del sinsentido? ¿con qué podemos contar para, sabiéndonos solos, querer compartir sin embargo lo imposible?

El ser se estremece en un temblor silencioso, las manos se atan sin ligadura alguna; la desnudez se extrema hasta más allá de la piel y la voluptuosidad de la carne. El éxtasis de la nada. El crujido sordo de los huesos al descubierto, en el más impúdico de los gestos, cuando el placer y el dolor extremos se confunden en una caricia tan íntima que la vida roza la muerte con las puntas de los dedos. Todo en ella se eleva, desafiando el peso de la materia como si de una llama se tratase. Clavículas, costillas, caderas, huesos que pugnan por ver la luz cegadora. Los huesos se unen a la masa de la cual todo surge. Huesos fuertes sin embargo, que soportan el peso de nuestra mirada y el calor ardiente de sus entrañas. Huesos que son al mismo tiempo lo más profundo y lo más elevado, lo más frágil y lo más sólido.

Mejor que ninguna otra, esta escultura expresa la fuerza de lo vulnerable, la contundencia de lo que vibra en nuestro interior, el movimiento violento de la quietud absoluta. Sus pechos y sus muslos descarnados huyen de la gravedad mórbida del canon clásico de la mujer, y sin embargo, su gesto erguido y arrogante expresa vida e irradia energía.

En Volonté de chance la fuerza de lo humano va más allá de la tensión que pudieran expresar unos músculos perfectos. Ella se expone ante nosotros sin ocultar la profunda herida de quien se sabe mortal, sin apartar su mirada, con el valor arrogante de quien nada tiene que perder, con la voluntad de quien se juega todo lo que tiene: su existencia.

EXPOSICIÓN EN LA PLAZA DE ESPAÑA DE ZARAGOZA